Sería la última vez que los seis comensales disfrutasen de su tradicional encuentro nocturno. Por obra de un macabro plan, el anfitrión y la anfitriona, la hija, la socia y su marido, y el cocinero -al que sólo se le permitía sentarse a la mesa el 31 de octubre- no volverían a verse jamás.

La cita anual transcurrió con normalidad hasta la digestión. Como acostumbraban desde hacía diez años, cada uno de los comensales había llevado alguna vianda; una vez las hubieron degustado, se habían sentado alrededor de la chimenea y conversaban animadamente. Fue al cabo de diez minutos de comenzar la charla cuando el anfitrión anunció sentirse indispuesto y se retiró a su recámara. Al volver parecía pálido. Había envejecido repentinamente.

—Perdonad que os interrumpa —dijo—. Ha ocurrido algo horrible.

—¿Qué pasa? —contestó la anfitriona.

—Lo que veis ante vuestros ojos no es más que mi pobre fantasma. He muerto y mi cuerpo yace sin vida sobre mi cama.

Las manos de unos se fueron a la boca, las de otros a la cabeza; según el caso. La anfitriona gritó y se marchó al dormitorio para comprobar la certeza del anuncio. Los demás se miraban sorprendidos, pues el anfitrión era persona adusta y no dada a bromas.

Cuando la anfitriona volvió, su desconsolado llanto habló por ella.

—Ya no hay nada que se pueda hacer por mí —dijo el anfitrión—. Ignoro si se debe a que en este instante pienso como espíritu, pero percibo los hechos con una claridad deslumbrante. Os pediré, como deseo póstumo, que nos sentemos a la chimenea y me permitáis ordenar en voz alta mis pensamientos.

Como quiera que nadie quiso llevarle la contraria a un declarado fantasma, se sentaron y escucharon con atención.

—En primer lugar os diré que estoy convencido de que os habla un fantasma de Halloween. De alguna manera, dentro de mí se ha desvelado que el hecho de fallecer el día de Halloween ha hecho posible que mi espectro pueda comunicarse con vosotros. ¿Durante cuánto tiempo? No soy capaz de determinarlo, así que conviene darse prisa para resolver este crimen.

—¿Un crimen? —preguntó la socia.

—Sí. Me han asesinado. Y el causante se encuentra entre nosotros.

Después rogó a su joven hija que dejase a los adultos a solas antes de continuar su disertación.

«Me he sentido formidablemente fuerte en los últimos tiempos. El chequeo médico al que me sometí hace diez días para un seguro de vida corrobora esta sensación. No he sufrido síntomas de mal alguno hasta que nos hemos sentado en la chimenea y me ha sobrevenido el primer retortijón. Como hay prisa os pido que no me interrumpáis cuando diga que uno de vosotros me ha envenenado.

Entiendo la sorpresa. Lo lógico en un caso así sería acusar al cocinero. Pero, ¿qué ganaría él aparte de perder su empleo? Es uno de los cocineros mejor pagados de la ciudad. Además, ha sido mi hija quien ha servido mi plato. Tal vez si hubiera servido mi mujer podríamos sospechar de un affaire entre ambos. Pero ella no ha servido y sabe que yo me disponía a firmar el cuantioso seguro de vida en el plazo de una semana. Si su plan era asesinarme, habría esperado. Con esto los eximo a ellos tres de cualquier sospecha».

La socia y el marido se miraron nerviosos. Ella se levantó de su asiento.

—¿No estarás diciendo qué…?

—Que vosotros me habéis envenenado —interrumpió—. Todos sabemos de vuestras deudas y de hasta qué punto mi muerte ha solucionado vuestros problemas. ¡Ahora eres la única dueña del negocio!

—¡Esto es indignante! —exclamó el marido.

—¿Acaso no es mentira que tú eres farmacéutico y tienes acceso a mil tipos de ponzoña? ¿Y no es menos cierto que tu mujer me ha traído hoy una botella de hidromiel a sabiendas de que sólo la bebería yo, pues el resto aborrecéis cada año el licor de los dioses? La botella que yo mismo guardé en la licorera después de tomar un chupito está envenenada. No me cabe duda.

—¡Esto es absurdo! —reivindicó la socia.

—¡Demostradlo!

La mujer se lanzó a la licorera, cogió la botella de hidromiel, llenó dos chupitos y, tras beber del primero, entregó el segundo a su marido.

—Enseñémosle al fantasma lo equivocado que está.

En un instante el rostro de la socia adquirió el color de una ciénaga. Su marido la acompañó. Ambos se llevaron las manos a la garganta y sus cuerpos cayeron sin vida junto a la chimenea.

El resto contempló la dura escena sin sobresaltos.

—Ha salido mejor de lo previsto.

El anfitrión dijo aquello con parsimonia, mientras volvía a la vida a medida que se limpiaba el maquillaje con un algodón que sacó del bolsillo.

—Amigo cocinero, lleva los cuerpos al bosque y entiérralos a buena profundidad. No olvides arrojar allí el frasco de veneno que escondí tras la licorera. Más tarde te daré lo prometido. Tú, querida esposa, sube a la habitación de nuestra hija y explícale que todo ha sido un juego. Después celebremos juntos que se acabaron nuestros problemas y que la empresa es ya sólo nuestra.

Y así hicieron.

Aquella noche, cuando todos dormían, la casa se prendió en llamas. Bajo un fuego espectral ardieron los muebles, las cortinas, el suelo y las paredes. Ardieron los cuerpos de los anfitriones y el del cocinero. Sólo la hija logró escapar de la muerte. Según contó, debe su vida a dos pálidas figuras que la sacaron a rastras de la cama y la alejaron del infierno. Las identificó sin dudar como la socia y su marido y, aunque nunca más se supo de ellos, algunos vecinos aseguraron haberlos visto aquella noche en mitad de la calle. Sonreían inmóviles mientras las llamas consumían la casa. Pero sabemos que eso sería imposible. Salvo por un milagro del día de Navidad.