Moscas

por | Oct 30, 2021 | Columnas

Asistía desde mi sofá al penúltimo esperpento político cuando una mosca cualquiera se me pasó por la cabeza. La mosca, ya sea aquella u otra, vive poco más que un verano. O que un período electoral. El frío del otoño suele sorprenderla como la luna sorprende al sol cuando, caprichosa, se asoma al cielo en la claridad de la tarde. Con la diferencia de que para ella –la mosca, digo– el susto la deja boca arriba, sobre el mueble del televisor y con las patas estiradas hacia el techo.

Vivir sólo un verano. Eso parece muy triste. La mosca parece desilusionada la mayor parte del tiempo. Vuela por aquí, va para allá y, cuando menos te lo esperas, está allí. Siempre buscando una excusa con la que dar por bueno su verano. Es cierto que a veces encuentra algo que la ilusiona. Un excremento, las sobras de pella del domingo, un trozo de pimiento en la encimera. Por fin su vida parece tener un sentido. Pero la magia pimiento-mosca desaparece en menos de un minuto y ella vuelve a su natural estado de búsqueda de ilusiones. Y cuando uno busca constantemente ilusiones es que está desilusionado. Cualquiera puede pensar que eso es muy triste. O no.

Leí un estudio que dice que cada especie percibe el tiempo –entendido éste como la velocidad a la que transcurre la vida a nuestro alrededor– a un ritmo distinto. Precisamente, los científicos ponen a la mosca como ejemplo. La mosca ve nuestra vida pasar a cámara lenta. Todo sucede despacio. En una misma unidad de tiempo sus ojos perciben más información que la que pueden percibir los míos o los de usted mismo. Esto se debe a que los cerebros de mosca son capaces de procesar el movimiento a escalas más finas de tiempo que los nuestros. Por eso es tan difícil atraparlas.

La corta vida de las moscas, por tanto, es una trampa. Un verano con nuestra percepción podría ser casi una vida humana para ellas. Los segundos de humano que pasa desilusionada sobre los restos de paella son horas para el insecto. Dios –independientemente de lo que cada uno crea que es Dios– es un cachondo. Las conclusiones del estudio científico son desalentadoras al otro extremo de la percepción metabólico-temporal. Si tomamos como observador, por ejemplo, a la tortuga gigante concluiremos que nuestra vida dura dos telediarios. Habrá que aprovecharlos.

No le faltó razón a Borges al escribir aquello de “la vida es tan corta, aunque las horas son tan largas…”. Si la existencia propia, persona o mosca, es cuestión de puntos de vista, sólo nos queda la actitud. Volemos por aquí, vayamos luego para allá y pasemos por allí cuando menos lo esperemos. Disfrutemos, entonces, de los restos de paella del domingo y que no nos haga falta nada más para ser felices. De lo contrario el otoño llegará demasiado rápido y nos sorprenderá delante del televisor. Con las patas estiradas hacia el techo.

SOBRE MÍ

SOBRE MÍ

En casa preferían un médico o un abogado, pero en la ecografía salía un periodista. Supongo que el capítulo más trascendental de mi vida fue en el que aprendí a escribir. Aquello marcó el resto.

Cuando calzaba nueve años ya golpeaba torpemente las teclas de una vieja Olivetti que mi padre conservaba en su despacho y que daría algún órgano interno por recuperar, pues se extravió en algún rincón del mundo. En ella emulaba las historias de Tintín o de Los cinco e imaginaba mis primeras aventuras.

Con los años acabé la carrera de Periodismo y logré vivir de escribir, ya sea relatando los sucesos reales que contábamos a los oyentes en la SER, en columnas de opinión de periódicos y blogs o como redactor creativo en agencias de publicidad.

Mi relato Stari Most fue premiado como finalista del Certamen Entrelibros y he publicado otro libro de relatos llamado Púgiles de tinta que se encuentra en período de reedición de cara al lanzamiento de su segunda edición.

Aquí escribo sin ataduras ni complejos, con la misma ilusión -y a menudo torpeza- que aquel niño de nueve años que aporreaba las ruidosas teclas de aquella vieja y perdida máquina de escribir.

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